La frase del día:
"Solo el que sirve con amor sabe custodiar"
Papa Francisco
Autor: Santiago MARTÍN, sacerdote FM
Todas las semanas, desde hace años, dedico este comentario a analizar la actualidad de la Iglesia. Esa actualidad sigue centrada en lo que la Iglesia está haciendo ante la epidemia del coronavirus. Merece la pena destacar la adoración eucarística que tuvo lugar el viernes pasado en el Vaticano, presidida por el Papa, que culminó con la bendición Urbi et Orbi. El Santo Padre mostró a todo el mundo el rostro de una Iglesia creyente que vuelve sus ojos al Dios Todopoderoso y le suplica por el fin de la pandemia. Eso no es lo único que la Iglesia tiene que hacer, ni es lo único que está haciendo, pero sí es lo primero y lo más importante. Los médicos y los investigadores -muchos de ellos cristianos- están haciendo su parte y lo están haciendo muy bien, pero la Iglesia tiene que rezar y ayudar a todos los hombres a que eleven su mirada a lo alto y a que piensen en una realidad que, por puro miedo, muchas veces ignoramos: la realidad de la muerte y la de la vida más allá de ella.
Con esta actitud, del pueblo que cree en el poder y en el amor de Dios, debemos entrar en esta Semana Santa, que sin duda es la más especial de nuestras vidas. Tenemos la oportunidad de vivirla no como quien observa algo que pasó, sino como quien ve y vive algo que está pasando. La entrada triunfal del Señor en Jerusalén debe recordarnos aquel momento, quizá ya muy lejano, en que Él entró triunfante en nuestras vidas, y cómo le prometíamos fidelidad y amor perpetuo, cómo nos sentíamos arrebatados de felicidad y llevados en sus brazos, sin que nada de lo que Él nos pidiera nos costara trabajo hacerlo. Era nuestro Tabor, era nuestra mañana de domingo de Ramos, era el noviazgo entre Jesús y nuestra alma.
Después, el Jueves Santo, podremos situarnos ante la Eucaristía con una mirada diferente. La mirada de aquellos que la ven por primera vez, porque por primera vez no la podrán recibir. La mirada de los que se dan cuenta del don infinito que es poder comulgar, precisamente porque ahora no pueden hacerlo. La mirada de los que se arrepienten de no haber valorado lo suficiente ese don y haber dejado tantas veces de ir a Misa el domingo o incluso los días de diario, porque era algo que siempre estaba ahí y que no costaba nada. Y también la mirada del que ahora entiende mejor el dolor de los que no pueden comulgar porque están viviendo una situación matrimonial irregular que no pueden cambiar, aunque lo deseen. Miraremos también de otra manera a los sacerdotes, pues también ese día se instituyó el sacramento del Orden, y los valoraremos no por lo que son como personas sino por el don inmenso e inmerecido que han recibido de Dios y que les hace actuar como representantes de Cristo, capaces, en su nombre, de consagrar y perdonar. Espero que también aquellos que estos días han criticado tan ferozmente a los obispos y a los sacerdotes por no exponerse más, reflexionen y se den cuenta de que había que aceptar el sacrificio de no tenerles unos días para poder seguir teniéndoles luego; a esos críticos despiadados no les hubiera importado que sus sacerdotes murieran -y de hecho muchos han muerto-, pero la mayoría se ha dirigido a sus sacerdotes pidiéndoles que se protegieran porque si ellos faltaban no sólo no tendrían Eucaristía unas semanas sino que quizá les faltaría para siempre.
Luego llegará el Viernes Santo. Veremos a Cristo padecer la agonía en el huerto, ser flagelado y coronado de espinas, llevar el madero de la cruz dando tumbos por las calles de Jerusalén, ser crucificado y, por fin, exhalar su último aliento desde el Calvario. Pero lo veremos de otra manera. Identificaremos a Simón de Cirene con su nombre, porque será el médico que sigue trabajando hasta el agotamiento y arriesgando su vida para salvar la de una víctima de la epidemia. Veremos a la Verónica en la enfermera que ha llevado un último gesto de ternura al anciano que ha muerto solo porque sus familiares no podían estar a su lado. De repente, el mundo se ha llenado de cireneos y de verónicas que consuelan a Cristo crucificado y nos daremos cuenta del valor infinito de la caridad, no sólo para agradecer la que recibimos sino también para darla a quien la necesita. Y cuando contemplemos a Cristo en la Cruz, oiremos de una forma distinta sus siete palabras. Seremos nosotros el Dimas bienaventurado que le ha confesado cuando otros adoraban a la Pachamama o decían que había que hacer una nueva Iglesia porque la de Jesucristo se había quedado anticuada. Y será a nosotros a los que Jesús nos encomienda el cuidado de su Madre Santísima, pidiéndonos que la defendamos de los que dicen blasfemias contra Ella, pero también pidiéndonos que con nuestros pecados no le hagamos sufrir, porque todo lo que a su Hijo le hace daño a Ella la tortura. Y sentiremos como Ella nos mira y nos aprieta fuerte la mano, porque en realidad es Ella la que va a hacer la parte más dura del trabajo, pues Ella va a hacer por nosotros muchísimo más de lo que nosotros hagamos por Ella. Y volveremos a sentir, pero ahora de una forma única, lo que significa que María sea refugio de pecadores, auxilio de los cristianos, consuelo de afligidos y salud de los enfermos. Nada, desde ese momento, volverá a ser lo mismo entre nosotros y Ella, como nada volvió a ser lo mismo entre Nuestra Madre y San Juan, después de aquel primer Viernes Santo de la historia. Será imposible no rezar el Rosario todos los días desde ahora, pues nos acordaremos con cuanta devoción lo rezábamos cuando pedíamos que nos protegiera de la enfermedad o que salvara a los nuestros. Será imposible no decirla un millón de veces que la queremos, cuando vayamos a cualquiera de los miles de santuarios que nuestros mayores levantaron en su nombre como perpetua acción de gracias.
Y cuando meditemos sobre el grito del Señor preguntándole al Padre por qué le ha abandonado, no serán palabras dichas hace dos mil años, sino que serán nuestras propias palabras. Y también tendremos que hacer nuestras las que dijo Cristo a continuación: En tus manos encomiendo mi espíritu. Es decir: Me fío. Y valoraremos infinitamente más el sacrificio redentor de Cristo y que nos haya abierto con él las puertas del Cielo, porque ahora la perspectiva de la muerte no será algo lejano sino algo que nos puede ocurrir en cualquier momento.
Luego vendrá la Pascua, aún lejana. Pero de eso hablaré, si Dios quiere, la semana que viene, cuando ya estemos de lleno metidos en la que debemos vivir como si fuera la primera Semana Santa de nuestra vida, como si nosotros no fuéramos espectadores alejados de ella por los siglos transcurridos, sino protagonistas de lo que hoy está ocurriendo, porque hoy, como hace dos mil años, Cristo está en nuestras calles, sufriendo por nosotros y muriendo por nosotros para darnos la vida.