La frase del día:
"Solo el que sirve con amor sabe custodiar"
Papa Francisco
Autor: Santiago MARTÍN, sacerdote FM
El cardenal de Luxemburgo, jesuita y presidente de la Comisión que coordina a todas las Conferencias Episcopales de Europa, monseñor Hollerich, ha dicho que el Covid ha acelerado en diez años la secularización de Europa. Según él, los llamados “católicos culturales” -los que iban a Misa por inercia y tradición- ya no volverán cuando pase la epidemia. Para algunos importantes jerarcas esto es motivo de alegría, pero para otros lo es de preocupación, por muchos motivos, empezando por el económico. La Iglesia en Irlanda, y no es la única, ya ha hecho saber que su existencia está amenazada, debido a la brutal caída de las colectas.
Pero si estos son los hechos, debemos esforzarnos por encontrar las causas. En un lúcido artículo de la época en que era un joven teólogo católico que acababa de participar en el Concilio Vaticano II, el Papa Benedicto XVI se preguntaba por qué seguir formando parte de la Iglesia. Ya entonces, Ratzinger describía así la situación: “La Iglesia se encuentra en una situación de confusión, en la que las razones a favor o en contra no sólo se mezclan de la forma más extraña, sino que parece imposible llegar a un entendimiento. La desconfianza reina, sobre todo porque la permanencia en la Iglesia ya no tiene el carácter claro e inequívoco que alguna vez tuvo y nadie cree en la sinceridad de los demás”. Más adelante añade: “Hoy en día vemos a la Iglesia prácticamente sólo desde el punto de vista de la eficacia, preocupados por saber qué podemos hacer con ella. Para nosotros hoy en día no es más que una organización que puede ser transformada, y nuestro gran problema es determinar qué cambios la harán "más eficaz" para los objetivos particulares que cada uno propone”.
Ahí, precisamente, me parece que está la clave del problema, el por qué tantos de los pocos que iban a Misa han dejado de hacerlo. Unos y otros, conservadores y progresistas, han perdido de vista qué es de verdad la Iglesia. En la medida en que se ve como una institución, como una estructura, se hace cada vez más difícil amarla. Para unos, la Iglesia tiene como primer objetivo dar gloria a Dios y acercar los hombres a su Creador, es decir, evangelizar. Para los otros, el objetivo de la Iglesia es ante todo servir a los hombres en sus necesidades materiales, favorecer la convivencia entre los pueblos y proteger la naturaleza. Pero ambos la ven, repito, como una estructura.
En realidad, la pregunta sobre qué es la Iglesia predispone ya a una respuesta equivocada. Porque la verdadera pregunta no debería ser por el qué sino por el quién. Cuando en la interpretación del Vaticano II según el llamado “espíritu del Concilio”, en ruptura con la Tradición, se insistió en que la Iglesia era el “pueblo de Dios”, se estaban poniendo las bases para el error que ahora cometemos, con sus inevitables consecuencias de desapego. La imagen de Iglesia como “pueblo de Dios” es positiva porque ayuda a entender que todos, dentro de ella, tenemos la misma dignidad, que procede de nuestra condición de bautizados. Pero, en el contexto sociopolítico en que vivimos desde la Ilustración, resulta inevitable pensar que si la Iglesia es “pueblo” en ella reside la soberanía, lo mismo que reside en el colectivo que se autoidentifica con una nación concreta. Si en España, por ejemplo, la soberanía reside en el pueblo español, eso significa que ese pueblo, mediante el ejercicio del voto, puede darse sus propias leyes, las que sean, incluso yendo en contra de las que establece el derecho natural. No es extraño, por lo tanto, que resulte lógico pensar que también el “pueblo de Dios”, en el que reside toda la soberanía, pueda darse sus propias leyes sin tener en cuenta no sólo la Tradición sino ni siquiera la Palabra de Dios; este “pueblo de Dios soberano” puede decir de manera autónoma qué es verdad y qué es mentira, qué es bueno y qué es malo. De hecho, éste es el proceso que llevamos viviendo desde hace sesenta años, como constató el teólogo Ratzinger y que ahora culmina en el Sínodo alemán.
Pero, además de los problemas teológicos que causa esta concepción de la Iglesia autoidentificada con el concepto de “pueblo” como si fuera una democracia más aunque de tipo plurinacional, e incluso además de los problemas de división interna que genera debido a que una minoría no está dispuesta a tirar por la borda el pasado y a renunciar a la Palabra y a la Tradición, hay otro problema más de fondo. Y ese problema, vuelvo a repetir, es que la Iglesia no es, en primer lugar, un “qué”, sino un “quién”.
El Vaticano II utilizó, ciertamente, la imagen de “pueblo de Dios” para designar a la Iglesia, pero no olvidó otra imagen, acuñada por San Pablo y expuesta por Pío XII en una de sus más conocidas encíclicas. La Iglesia, ante todo, es el Cuerpo Místico de Cristo. El Señor es la cabeza de la Iglesia y de ella forman parte la Santísima Virgen, los santos, las almas del purgatorio y todos los que aún, como “pueblo de Dios” peregrinamos en esta tierra. Este “pueblo” de aquí no puede considerar que es en exclusiva la Iglesia; es Iglesia, pero no es “la Iglesia”, porque la Iglesia también está integrada por los que están en el cielo, empezando por Cristo, su cabeza, su Señor y su Rey, y por los que están en el purgatorio. Por eso, el “pueblo de Dios en la tierra” no puede atribuirse el derecho de legislar sobre la verdad y la bondad como lo hace un parlamento de una democracia, simplemente porque no es el conjunto de los miembros que forman la Iglesia y porque le debe obediencia a ese Señor que la ha fundado y que ha derramado su sangre para que ella exista y tenga vida. A esta Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo y también pueblo de Dios, sí se le puede amar. Es alguien, es Cristo. No es “algo”, no es una estructura, no es un ente abstracto. Es una persona maravillosa que siendo el Todopoderoso se encarnó en algo tan frágil y minúsculo como un ser humano para salvar a esta pequeña y desobediente criatura.
¿Por qué muchos están dejando de ir la Iglesia? Es la pregunta que planteaba al principio. La respuesta es la misma que la que tiene esta otra pregunta: ¿Por qué la gente, en los sitios donde se puede ir a Misa y comulgar, no lo hace y prefiere quedarse en casa viendo la Eucaristía por televisión? No es sólo miedo a los contagios. Es que desde hace muchos años -sesenta nada menos- no se ha educado a los católicos en que la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo y en que el Señor está presente realmente en la Eucaristía. Cuando se ha presentado a la Iglesia como una estructura, como un “qué” y no como un “quién”, lo mismo que cuando se ha dicho que se puede comulgar en función de los deseos y apetencias del comulgante como si la Eucaristía fuera una cosa y no una persona, se ha hecho muy difícil, sino imposible, amar tanto a la Iglesia como a la Eucaristía. No es de extrañar, pues, que muchos ya no sientan nada por la Iglesia y tampoco sientan la necesidad de recibir la Sagrada comunión.
Cristo está en la Iglesia y allí nos espera, lo mismo que nos espera en la Eucaristía. Nos espera para que le amemos, le adoremos y le sirvamos con todo nuestro corazón y con todas nuestras fuerzas. Es Cristo, es “alguien” y no “algo”. Es el “alguien”, la persona, que me ama y al que quiero amar porque se lo merece. Por eso permanezco en la Iglesia. Si ésta fuera sólo una estructura, con gusto prescindiría de ella y me alejaría de esta caótica casa de confusión. Pero no puedo y no quiero alejarme de Cristo.