En el siglo XVIII la Liturgia había dejado de ser una fuerza vital del catolicismo. La Liturgia, tan admirablemente restaurada después de la crisis protestante por voluntad expresa de los Padres Conciliares de Trento y compendiada por San Pio V al publicar el Misal y el Ritual Romano, había sufrido los ataques del jansenismo y del quietismo. Los discípulos de Jansenio habían apartado a los fieles de la práctica de los sacramentos. El quietismo, que pretendía llegar a Dios directamente, había desviado a las almas de la liturgia, intermediaria querida por la Iglesia entre Dios y nosotros. Es la época en que el galicanismo triunfante componía sus liturgias diocesanas en las que el único punto de encuentro era el carácter antirromano. Toda Europa sucumbía en la herejía antilitúrgica o se veía influenciada por ella.